A 55 años del último festejo de Almirante en el estadio de San Justo

  • 2020-11-13 14:51:20

El 13 de noviembre de 1965, el Mirasol se despidió de la Primera C y lo celebró con una caravana inolvidable por las calles céntricas. Fue el principio del adiós de la cancha de Matheu y Almafuerte.

Es un viaje en blanco y negro. Un túnel del tiempo que conduce al San Justo de los 60, con la actual Arieta empedrada y el humo de la pujanza que brotaba de las chimeneas de las fábricas. La Textil Oeste, Santa Rosa, Jabón Federal, la Crysler, la Siam… Los carnavales, el carro que vendía kerosene y mucho de eso que le llaman nostalgia.
También del Almirante Brown de San Justo, que andaba por la Primera C y que, todavía, no había cruzado la rotonda rumbo al Sur del distrito. Se iniciaba el camino de expansión y el punto de partida fue aquella tarde del 13 de noviembre de 1965, cuando el barrio se tiñó de amarillo y negro por el ascenso a la Primera B.
La cancha del Mirasol estaba en la intersección de las calles Matheu y Almafuerte, a tres cuadras de Provincias Unidas, hacia La Tablada. Pleno pulmón fabril, un conglomerado de industrias que alborotaban el torrente sanguíneo de la vida matancera.
Era un terreno enjuto. Digamos que la cancha entraba con calzador. Casi no había espacio en sus márgenes y el estado del campo de juego se ajustaba a los de la época: mucha tierra y algunas pecas verdes. Tampoco había cortadora de césped. Las que cortaban el poco pasto de la cancha eran tres ovejas que habitaban el predio.
Así lo retrató un enviado especial del diario El Litoral, de Santa Fe, cuando Unión visitó a Brown, en junio de 1966. “Resulta inexplicable que campos de juego como el de Almirante Brown sean autorizados para la práctica oficial. Sus dimensiones son pequeñas y el piso, no en todos los sectores cubiertos de pasto, aparece muy procesado. Pero el campo de juego en sí es de lujo comparando con las instalaciones que lo rodean. Hay una sola tribuna, de muy pocos escalones y de unos setenta metros de largo. Los vestuarios son totalmente inadecuados y no llenan las condiciones debidas. Hay un bar mostrador de madera, en el que se expende todo tipo de bebidas alcohólicas”.
Rodolfo “Fito” Levy, histórico socio aurinegro y padre del actual presidente, aporta flashes de sus recuerdos y no difiere demasiado de la visión del periodista santafesino. “Yo la conocí en sus últimos años. Era una cancha de tierra y bastante brava, sí. La entrada de Matheu era una especie de pasadizo y por allí ingresaban los jueces y los jugadores. Cuando había lío, era tremendo”.
Con precisión y una memoria sin fisuras, Jorge Cangas, otro socio referente de la institución, dibuja con palabras un plano del estadio: “Era un poquito más de una manzana y estaba todo rodeado de casas. Había dos entradas, la principal, que era más grande y desembocaba a un costado de la cancha, y otra más angosta. Uno de los arcos daba a espaldas de Matheu y también había una platea, a ras del piso, de no más de tres escalones”.
La compra de la parcela y la construcción del estadio fue meteórica. En poco más de dos meses, se alambró el perímetro de la cancha, se construyeron los vestuarios y se largó a rodar la pelota en aquel suelo rico en polvo. Solo tuvo una década de actividad (1956-66), pero fue suficiente como para convertirse en un mojón en la historia del club. Con un altísimo nivel de eficacia, además, ya que se consiguieron dos títulos-ascensos.
Como toda gesta aurinegra, el estadio de San Justo fue obra mancomunada de dirigentes, socios y vecinos del lugar. El predio fue adquirido en cómodas cuotas, con la compra de metros cuadrados que realizaban los socios. “Mi viejo compró uno para mí y otro para mi hermana”, recuerda Luis Lago, socio vitalicio y abuelo de Ignacio, el jovencito de la cantera que fue transferido a Talleres de Córdoba. Antes de hacerlo allí, Almirante jugaba en los terrenos de la antigua Metalúrgica Insud, en donde se emplaza actualmente el complejo Open Park.
En la jornada consagratoria de ese torneo de 1965, que lo despidió para siempre de la C y lo lanzó a la segunda división del fútbol argentino, Almirante debía jugar como visitante de Liniers, en la última fecha del certamen. Sin embargo, el club vecino cedió la localía para que el Mirasol pudiera festejar en su casa y con su gente. El título ya lo había abrochado dos semanas antes, cuando superó 2 a 0 a Porteño, en General Rodríguez.
El reducto de Matheu y Almafuerte vibró como nunca. La gente se acomodó como pudo y a nadie le importó el concepto de confort. Un desfile de socias mirasoles, con sus vestidos de fiesta, amarillos y negros, recibieron al equipo campeón y el puntapié inicial salió del zapato de la actriz y animadora Lidia Satragno, Pinky, vecina de San Justo y una de las mujeres más convocantes de la época.
El partido en sí fue una anécdota. Un 0-0 que se acertaba en el Prode con los ojos cerrados. No se iba a ser desagradecido con tamaño gesto del cuadro Celeste. Fue, simplemente, la previa de un festejo inolvidable, que partió de la cancha, enfiló por Buenos Aires (actual Arieta) hasta la plaza de San Justo. “Había muchísima gente. Fue algo extraordinario. Me acuerdo que el Monseñor Marcón se enojó porque los hinchas pintaron los cordones de la vereda de la iglesia con los colores de Brown” detalla Lago.
El Almirante Brown de San Justo se despidió a lo grande con aquel título. Antes de abrirse camino en el fútbol argentino, dejó una huella inolvidable en una pequeña parcela del barrio. “La verdad, el festejo fue apoteótico. Era un estadio familiar, había cuatro o cinco que se peleaban, pero no pasaba más que eso, no había barrabravas”, remarca Cangas.
El viaje en blanco y negro, la emoción sepia, nos conduce, por un momento, al pulso de antaño. “Los acomodados –continúa Cangas- iban al Huracán de San Justo y los pobres iban al Brown. Pero el sábado los unía el partido. Era una fiesta”.
El último partido se jugó el 17 de diciembre de 1966, un clásico sin goles frente a Deportivo Morón, que tenía al “Atómico” Mario Boyé como entrenador. Fue la última función en ese reducto bravo que, luego, se loteó y se convirtió en una manzana con viviendas como cualquiera de la zona.
La vida en colores no podrá destronar, esta vez, a la nostalgia del blanco y negro y a esa pequeña cancha que le dio dos campeonatos en una década al Mirasol. Y, claro, también, a esa fiesta inolvidable que todavía habita en la memoria de los hinchas más antiguos del club.
Fuente el1digital